En mi entorno laboral, la Universidad Miguel Hernández, me he encontrado esta semana con varias situaciones que han encendido varias alarmas en mi.

Cualquier ser humano que se precie está en contra del genocidio que está perpetrándose en Palestina pero no todo el mundo está dispuesto a posicionarse claramente, tampoco en el ámbito universitario.

La universidad no es solo un conjunto de edificios donde se difunden los saberes acumulados a lo largo de la historia de la humanidad, también debería de ser un lugar libre donde ejercer el pensamiento crítico, un lugar que está por encima de ideologías e intereses personales, un lugar por encima del miedo. Pero desgraciadamente, no lo es.

Ante la injusticia en Palestina, observo como hay profesorado que tiene miedo a expresar su opinión de condena a través de las palabras o de simbología (pegatinas, camisetas, etc.), condicionados por la idea de que puedan recibir una agresión verbal o física de parte del estudiantado más polarizado que hay en las aulas. Ante esta idea, sienten cierta seguridad si las acciones de protesta se llevan en conjunto, si no la ejercen solos, porque el miedo también lo sienten hacia los cargos superiores en la universidad o de la Academia en general. Que su trabajo se vea penalizado por defender un hecho, que objetivamente es injusto, pues no es opinable que está muriendo población civil y que no se cumplen las garantías internacionales de una guerra, aviva la inseguridad a la hora de manifestarse en la comunidad de profesores y estudiantado.

No hay dos ejércitos luchando, no dejan que los civiles evacuen la zona, no dejan entrar alimentos ni medicamentos y, además, si intentan conseguir algo de alimento, les disparan.
También hay alumnos que sienten ese miedo. Tanto con sus compañeros como con los profesores. ¿Podrá algún profesor/a evaluar su trabajo académico con el prejuicio de su posicionamiento ante el genocidio palestino?

Es curioso que el miedo nos impida ejercer nuestra propia libertad de expresión a través de la autocensura. Alardeamos hablando de libertades, de Estado de Derecho… pero no somos capaces de alzar la voz por injusticias flagrantes porque nuestra vida, privilegiada, también depende de estos posicionamientos. O al menos, eso creemos.

Hasta hace poco mirábamos al pasado preguntándonos cómo nadie paró el genocidio en Alemania, pero ahora la respuesta la hemos dado nosotros mismos mirando para otro lado.

Hay asociaciones intentando boicotear empresas pro-sionistas (que no pro-israelíes) que están consiguiendo cierto éxito, pero no está siendo todo lo masivo que cabría esperar. La poca conexión humana que tenemos en la sociedad actual nos ayuda a auto-justificarnos para no cambiar de marca de chocolate, dejar de pagar la suscripción a Spotify o comprar un móvil cuyos materiales están manchados con la sangre de miles de africanos que sacan los minerales de sus minas. Pero nadie quiere parar la fiesta, ni si quiera renunciar a pequeñas comodidades cotidianas por algo que `no tiene solución´, o afirmado que `qué puedo hacer yo solo´. Como humanidad hemos perdido la conciencia de grupo.

El capitalismo ha conseguido acabar con la colectividad fomentando el individualismo narcisista y consumista que sumerge a las personas en dinámicas basadas en la publicidad de influencers en redes y la deshumanización de la sociedad. También a los que están atrapados en esas lógicas de creerse seguros, que esto no puede pasar aquí, en España, en Europa… Pero ya ocurrió una vez. Y puede que, si en un futuro alguien nos quitara nuestra vivienda, nos bombardeara y disparara, queríamos que otros fueran solidarios y, aunque con miedo, alzaran la voz por nosotros.

Carmen M López